CUANDO
los primeros hombres fueron a la Luna, planearon con una precisión
matemática adónde iban y cómo llegar. Y podían comunicarse con la
Tierra. Pero cuando las cinco naves de Fernando de Magallanes
—embarcaciones de madera que en su mayoría medían unos veinte
metros de eslora, una longitud comparable a la de un camión moderno
con remolque— zarparon de España en 1519, navegaban hacia lo
desconocido. Sus tripulantes estaban totalmente incomunicados.
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Los viajes de Magallanes
se encuentran entre las hazañas náuticas más intrépidas y
valerosas de todos los tiempos, constituyen un monumento a la gran
era de la exploración: una era de valor y temor, de júbilo y
tragedia, de luchar por Dios y por Mammón. Remontémonos pues a
aquella época, alrededor del año 1480, cuando nació Fernando
de Magallanes en el norte de Portugal, e informémonos un poco acerca
del sobresaliente hombre que comunicó el mundo y de sus épicos
viajes.
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De
paje de la corte a marino intrépido
La familia Magallanes
pertenece a la nobleza, por lo que, según la costumbre, Fernando
entra de muy joven en la corte para servir de paje real. Allí cursa
sus estudios y también oye de primera mano de las hazañas de
hombres como Cristóbal Colón, que acaba de regresar de las Américas
tras haber buscado una ruta marítima occidental para llegar a las
legendarias islas de las Especias (Indonesia). El joven Fernando
sueña con el día en que él también pueda oír el golpeteo de las
velas sobre su cabeza y sentir en el rostro el roción de océanos
sin explorar.
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Lamentablemente, en 1495
muere asesinado su protector, el rey Juan II, y sube al trono el
duque Manuel, un hombre al que le atrae la riqueza pero no la
exploración. Por alguna razón, al rey Manuel I no le cae
bien Fernando, que para entonces tiene 15 años de edad, y por
años no accede a sus peticiones de salir a la mar. Pero cuando
Vasco da Gama regresa de la India cargado de especias, Manuel I
ve en ello la posibilidad de obtener muchas riquezas. Finalmente,
en 1505 da permiso a Magallanes para embarcarse. Este zarpa en
una flota portuguesa hacia África oriental y la India para ayudar a
arrebatar a los mercaderes árabes el control del comercio de
especias. Posteriormente embarca con otra expedición militar en
dirección a Malaca, más hacia el este.
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En 1513, Magallanes
participa en una escaramuza en Marruecos, es herido de gravedad en la
rodilla y queda cojo para el resto de su vida. Pide al rey Manuel que
le aumente la pensión, pero la animosidad del monarca hacia
Magallanes no ha disminuido en lo más mínimo a pesar de sus
hazañas, sacrificio y valor. Apenas le concede lo suficiente para
vivir modesta y dignamente.
En estos momentos, los
más difíciles de su vida, Magallanes recibe la visita de un viejo
amigo, el famoso navegante Juan de Lisboa. Hablan sobre cómo llegar
a las islas de las Especias dirigiéndose hacia el sudoeste, cruzando
el paso —un estrecho que, según se decía, atravesaba América del
Sur— y navegando luego por el océano que Balboa había descubierto
poco antes cuando atravesó el istmo de Panamá. Ambos creen que al
otro lado de dicho océano se encuentran las islas de las Especias.
Magallanes suspira por
encontrar lo que Colón no pudo: la ruta occidental hacia el
Oriente, la cual, cree él, es más corta que la oriental. Pero como
necesita respaldo económico, y aún se siente angustiado por la
insistente oposición del rey Manuel, decide hacer lo mismo que hizo
Colón unos años antes: solicita el auspicio del rey de España.
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¿Le
escuchará el rey de España?
Con sus cartas náuticas
delante, Magallanes presenta sus argumentos al joven soberano
español, Carlos I, quien está muy interesado en la ruta
occidental que propone Magallanes a las islas de las Especias, pues
así no tendrán que invadir las rutas marítimas portuguesas.
Es más, Magallanes le dice que las islas de las Especias
probablemente estén en territorio español, no portugués.
(Véase el recuadro “El Tratado de Tordesillas”.)
Carlos I se deja
persuadir. Entrega a Magallanes cinco naves viejas a fin de
repararlas para la expedición, lo nombra capitán general de la
flota y le promete una parte de las ganancias procedentes de las
especias que traiga de vuelta. Magallanes pone enseguida manos a la
obra. Pero debido a que el rey Manuel trata maliciosamente de
sabotear el proyecto, transcurre más de un año antes de que la
flota esté por fin lista para su épico viaje.
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La
mayor hazaña náutica de la historia
El 20 de septiembre de
1519, las naves San Antonio, Concepción, Victoria y Santiago
—de mayor a menor— zarpan hacia América del Sur siguiendo a la
Trinidad, la nave capitana al mando de Magallanes y la segunda
en tamaño. El 13 de diciembre llegan a Brasil, y bajo la
majestuosa sombra del Pan de Azúcar, entran en la hermosa bahía de
Río de Janeiro para reparar las naves y abastecerse de provisiones.
Luego continúan hacia el sur, bordeando la costa de lo que hoy se
conoce como La Argentina, en busca del escondido paso a otro océano.
Mientras tanto, los días se van haciendo más fríos y empiezan a
aparecer icebergs. Finalmente, el 31 de marzo de 1520,
Magallanes decide invernar en el gélido puerto de San Julián.
Para entonces el viaje ya
ha durado seis veces más que la primera travesía del Atlántico por
parte de Colón, y todavía no han encontrado el estrecho. Con
la moral tan baja como la temperatura ambiental de San Julián, los
hombres —incluidos algunos de los capitanes y oficiales— están
desesperados por regresar a casa. Como se veía venir, finalmente
estalla un motín. Pero Magallanes lo sofoca de inmediato y dos de
los cabecillas pagan con su vida.
La presencia de barcos
extranjeros en el puerto despierta, como es lógico, la curiosidad de
los robustos y corpulentos habitantes del lugar. Dado que los
tripulantes se sienten como enanos al lado de esos gigantes, dan a
esa región el nombre de Patagonia —término derivado de una
palabra española que significa “pies grandes”—, por el que
todavía se la conoce en la actualidad. También ven lo que a sus
ojos parecen ser lobos marinos del tamaño de un becerro, y gansos de
color blanco y negro que nadan bajo el agua, comen pescado y tienen
el pico como los cuervos. Sí, acertó. Se referían a las focas y
los pingüinos.
Dado que en las latitudes
polares son comunes las tormentas violentas repentinas, antes de
terminar el invierno, la flota pierde la primera de sus
embarcaciones, la pequeña nave Santiago. Pero afortunadamente
la tripulación es rescatada de entre los restos del naufragio.
Después, las cuatro naves restantes, como pequeñas mariposas
azotadas por los incesantes y gélidos vientos, se abren poco a poco
camino hacia el sur, por aguas cada vez más frías, hasta el 21 de
octubre. En esa fecha, a través del roción y el aguanieve, todos
los ojos se clavan en una abertura que se percibe al oeste. ¿Será
el paso que buscan? ¡Sí! Por fin giran y entran en el estrecho que
después recibió el nombre de estrecho de Magallanes. Pero incluso
en este momento de triunfo la alegría queda empañada. La nave San
Antonio deserta, desaparece en el laberinto de canales del
estrecho, y regresa a España.
Las tres naves restantes,
flanqueadas por inhóspitos fiordos y picos nevados, se abren camino
tenazmente por el tortuoso estrecho. Como en el lado sur divisan un
sinfín de fogatas, posiblemente de los campamentos indios, llaman a
dicha región la Tierra del Fuego.
El
suplicio pacífico
Tras cinco angustiosas
semanas, salen a un océano de aguas tan tranquilas que Magallanes lo
llamó Pacífico. Los hombres rezan, cantan himnos y celebran su
conquista con salvas de cañón. Pero su euforia no dura mucho.
Les esperan tribulaciones peores que las experimentadas hasta
entonces, pues este no es el pequeño mar que esperaban, sino
que parece interminable, y los hombres se encuentran cada vez más
hambrientos, débiles y enfermos.
Antonio Pigafetta, de
origen italiano y naturaleza fuerte, lleva un diario. En él escribe:
“El miércoles 28 de noviembre [de 1520 entramos] [...]
en el [...] mar Pacífico, en el cual navegamos durante tres
meses y veinte días sin probar ningún alimento fresco. [...]
La galleta que comíamos no era ya pan, sino un polvo mezclado
con gusanos, [...] y que tenía un hedor insoportable por estar
empapado en orines de rata. El agua que nos veíamos obligados a
beber era igualmente pútrida y hedionda. [...] Llegamos al
terrible trance de comer pedazos del cuero [...] [y] serrín de
madera [...], pues hasta las ratas [...] llegaron a ser un
manjar tan caro, que se pagaba cada una a medio ducado”. Así,
mientras los frescos vientos alisios llenan las velas, y las
cristalinas aguas se deslizan por debajo de la quilla, los hombres
van decayendo a causa del escorbuto. Para cuando llegan a las islas
Marianas, el 6 de marzo de 1521, ya han muerto diecinueve.
Pero en este lugar,
debido a hostilidades con los isleños, solo consiguen un poco de
alimento fresco y tienen que volver a zarpar. Finalmente, el 16 de
marzo avistan las Filipinas. Por fin, todos los hombres comen bien,
descansan y recuperan la salud y las fuerzas.
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Un
sueño frustrado por la tragedia
Magallanes es un hombre
muy religioso y convierte al catolicismo a muchos isleños y sus
gobernantes. Pero su celo se convierte en su perdición. Interviene
en una disputa entre tribus y, con solo 60 hombres, ataca a unos
mil quinientos nativos, creyendo que la ballesta, el mosquete y Dios
le garantizarán la victoria. No obstante, tanto él como varios
de sus hombres pierden la vida. Magallanes tiene unos 41 años.
Su leal compañero Pigafetta se lamenta con estas palabras: “Mataron
a nuestro modelo, nuestra luz, nuestra fuente de ánimo y nuestro
verdadero guía”. Unos días más tarde, alrededor de veintisiete
oficiales, que no habían hecho más que observar desde sus
barcos lo que sucedía, mueren asesinados a manos de jefes indígenas
que anteriormente habían sido amigables.
Cuando Magallanes muere,
lo hace en aguas conocidas. Un poco más al sur están las islas de
las Especias, y al oeste, Malaca, donde luchó en 1511. Si, tal
como piensan algunos historiadores, Magallanes fue a las Filipinas
una vez concluida la batalla de Malaca, entonces sí circunnavegó el
globo, aunque, por supuesto, no en un solo viaje. Llegó a las
Filipinas tanto por el este como por el oeste.
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Un
viaje de regreso plagado de desgracias
Al quedar tan pocos
hombres, les resulta imposible manejar tres naves; así que deciden
hundir la Concepción y con las otras dos llegan a su destino
final, las islas de las Especias. Cargan las dos embarcaciones de
especias y luego se separan. Posteriormente los tripulantes de la
Trinidad, nave en muy mal estado, son capturados por los
portugueses y echados en prisión.
La Victoria, bajo
el mando del ex amotinado Juan Sebastián Elcano, logra
evadirse. Evitando todos los puertos excepto uno, se aventura a tomar
la ruta portuguesa en torno al cabo de Buena Esperanza. Pero la
estrategia de no detenerse para obtener víveres resulta
costosa. Cuando finalmente llegan a España el 6 de septiembre
de 1522, tres años después de su partida, solo quedan como
supervivientes dieciocho hombres enfermos y demacrados. De todas
formas, estos son los primeros e indiscutibles navegantes que dieron
la vuelta al mundo. Y Elcano es un héroe. Por increíble que
parezca, la venta de las veintiséis toneladas de especias de la
Victoria cubre todos los gastos de la expedición.
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El
nombre de Magallanes perdura
A Magallanes se le niega
por años el lugar que le corresponde en la historia. Influidos por
los informes de los capitanes amotinados, los españoles difaman su
nombre calificándolo de duro e incompetente. Los portugueses lo
tachan de traidor. Lamentablemente, su diario de navegación
desapareció al tiempo de su muerte, probablemente a manos de
aquellos que resultaban desenmascarados en él. Pero gracias al
indómito Pigafetta —uno de los dieciocho supervivientes— y a
aproximadamente otros cinco miembros de la expedición, tenemos por
lo menos algún registro de este trágico pero extraordinario viaje.
Con el tiempo la historia
revisó su criterio y hoy día el nombre de Magallanes recibe la
honra debida. Llevan su nombre el estrecho de Magallanes, las Nubes
de Magallanes —dos galaxias nebulosas descritas por primera vez por
su tripulación— y la sonda espacial Magallanes. Y
no olvidemos que el nombre del océano más grande del mundo, el
Pacífico, se lo debemos también a Magallanes.
En efecto, “el hombre
no efectuaría otro viaje de semejante trascendencia hasta el
alunizaje del Apolo 11 cuatrocientos cuarenta y
siete años después”, escribe Richard Humble en su obra The
Voyage of Magellan (El viaje de Magallanes). ¿Por qué fue tan
importante ese viaje? En primer lugar, demostró que las Américas
no formaban parte de Asia ni estaban cerca de ella, como
Colón pensaba. En segundo lugar, al final del viaje surgió la
necesidad de crear una línea internacional de cambio de fecha debido
a que existía una discrepancia de un día en las fechas. Y por
último, como dijo el escritor científico Isaac Asimov, quedó
probado que la Tierra es esférica. Precisamente con relación a esto
último, Magallanes demostró en la práctica lo que la Biblia venía
diciendo por dos mil doscientos cincuenta años. (Isaías 40:22;
compárese con Job 26:7.) Seguro que este hombre tan religioso que
encabezó la vuelta al mundo se habría sentido complacido de
saberlo.
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