¡Ayuda!
El enemigo está entre nosotros
Cuando un macrófago
ingiere un microorganismo hace más que comerlo. Como casi todas las
células del cuerpo, el macrófago está recubierto por moléculas
MHC que lo identifican como perteneciente al cuerpo. Pero cuando el
macrófago se come un germen, la molécula MHC saca y muestra un
fragmento del antígeno enemigo sobre uno de los surcos de su
superficie. La muestra actúa como bandera roja para el sistema
inmunológico y da la voz de alarma de que un organismo extraño anda
suelto en nuestro interior.
Al accionar esta alarma,
el macrófago pide refuerzos, más macrófagos, millones. Aquí es
donde entran en juego las células auxiliares T. Millones de
ellas pululan por nuestro cuerpo, pero el macrófago debe reclutar un
tipo específico: uno que tenga el tipo de receptor que se fije al
antígeno concreto que despliega el macrófago.
Una vez que este tipo de
célula auxiliar T llega y se pone en contacto con el antígeno
enemigo, el macrófago y la célula auxiliar T intercambian señales
químicas. Estos compuestos químicos semejantes a hormonas, o
linfocinas, son proteínas extraordinarias que tienen una asombrosa
variedad de funciones para regular y acelerar la respuesta del
sistema inmunológico frente a los gérmenes infecciosos. El
resultado es que tanto los macrófagos como las células auxiliares T
se reproducen prodigiosamente. Esto significa que más macrófagos
comen a más gérmenes invasores y más células auxiliares T con las
características necesarias se fijan a los antígenos que los
macrófagos desplegarán, con lo que las filas de las fuerzas
inmunológicas se multiplican enormemente y se eliminan hordas
enteras de gérmenes infecciosos específicos.
Aunque su número varía
mucho, se calcula que hay de uno a dos billones de glóbulos blancos.
Sustancia que estimula la
formación de anticuerpos destinados a neutralizarla.
Término aplicado a todos
los microorganismos o sustancias capaces de producir enfermedad.
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